La melancolía es desenfreno de una posesión enloquecida. Una fórmula freudiana la describe como movimiento en el que “la sombra del objeto cae sobre el yo”.
Para Freud, es una protesta desaforada ante lo que se vive como un injusto despojo. La melancolía es una revuelta contra la muerte, la enfermedad, la vejez y el imposible control de un semejante. La sombra del objeto que cae sobre el yo es el oscuro retorno, sobre la primera persona del singular, de la propia ilusión proyectada. La vuelta sobre sí de un poderío marchito.
El amor freudiano es una transacción: adquirimos, a través de otro, una garantía emocional, un valor de nosotros mismos. Importa que el elegido no contradiga el engaño o que simule ser lo que necesitamos. Cuando se ama, no se sabe qué hacer con ese amor, se dice: te quiero tener, eres mía, no me dejes nunca, vamos a estar así toda la vida. A la pasión le cuesta imaginar una declaración no posesiva.
La melancolía es tiranía del amor: no quiere admitir que la persona amada no es una marioneta obligada a darnos felicidad. Melancolía es persistencia de esa ilusión caída, se resiste a un nuevo amor porque no quiere enfrentar otro desastre.
La melancolía sufre más por perder su reinado que por la pérdida del otro. Una cosa es estar triste por el amor que se ha ido y otra es negarse a aceptar que la vida del que se fue nunca estuvo gobernada por el propio poder. El enamorado identifica amor con compulsión de dominio: tener poder sobre el otro o que el otro tenga poder sobre mí, son opciones de la pasión en tiempos del capitalismo.
Se sale de la melancolía a través de un duelo, pero duelo no quiere decir tristeza razonada o despedida dolorida por el amor perdido, duelo significa omnipotencia resignada.
La posesión sin límites es la secreta aspiración de la melancolía. Los cuerpos angustiados de nuestra cultura aprenden a calmarse (de eso que no saben) teniendo algo: juguetes, personas, dinero, objetos, bienes, talento, prestigio.
El apoderamiento es casi el único remedio ofrecido a la subjetividad que, asustada, no imagina otras formas de felicidad. El capitalismo fabrica vidas poseídas. Los poseídos, sin embargo, no se sienten infectados por ese poder, sino sujetos libres. A los innumerables pobres y excluidos, restos sociales que casi no cuentan, se los llama desposeídos.
La melancolía es certeza empecinada: cree haberse adueñado de lo que nunca ha tenido. La melancolía querella a un fantasma, confunde la muerte inevitable con la traición.
La angustia es el infinitivo de la vida humana: es silencio y soledad. No hay deseo sin la invención de ese vacío. El deseo no busca la posesión, sino el buscar. El deseo es una forma impersonal sin compromisos con una meta anticipada. El deseo tampoco se posee, se da o se aloja, provisorio, en su paso hacia lo otro. El deseo es inconformidad.
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