No cabe duda de que se trata de un campo heterogéneo. La designación “izquierda lacaniana” no se refiere a alguna unidad o esencia preexistente que subyazga a todos estos diversos proyectos teórico-políticos. En un espíritu verdaderamente lacaniano cabría incluso declarar que la izquierda lacaniana “no existe”, es decir, que no se impone en el dominio teórico-político como positividad plena y homogénea. De hecho, paradójicamente, su propia división es la mejor evidencia de su surgimiento, pues, como es bien sabido, hay una sola prueba que puede revelar más allá de toda duda razonable si en verdad existe o no este campo: dondequiera haya una izquierda será inevitable la división entre la izquierda supuestamente “verdadera” y la “falsa”, entre los revolucionarios y los reformistas. Y al parecer esto es precisamente lo que ocurre en el caso de nuestra izquierda lacaniana. En el argumento de Andrew Robinson, por ejemplo, se enuncia la distinción entre una teoría política lacaniana “reformista” (Laclau, Mouffe y compañía) y una supuestamente “revolucionaria” (Zizek). No es sorprendente entonces que el significante “izquierda lacaniana” se deslice continuamente sobre sus significados potenciales. En tal sentido, hablar de él implica en parte construirlo, del mismo modo en que no es posible desligar ontológicamente el surgimiento de cualquier objeto de discurso del proceso performativo de su nombramiento.
He aquí entonces la pregunta crucial: ¿cómo debería tener lugar esta construcción? Está claro que el objetivo no consiste en acometer una suerte de ejercicio totalizador guiado por la fantasía de enunciar el nuevo fundamento de la teoría, la praxis y el análisis políticos. Aparte de pecar de inmodesto y políticamente ingenuo, tal objetivo resultaría contradictorio con la posibilidad de que este tipo distintivo de teorización lacaniana hiciera aportes útiles a nuestras exploraciones teórico-políticas. Si se la toma en este sentido, la “izquierda lacaniana” sólo puede ser el significante de su propia división, una división que no ha de reprimirse ni desmentirse, sino que, por el contrario, debe ponerse de relieve y negociarse una y otra vez como locus de inmensa productividad, como el encuentro –en el marco del discurso teórico– con el hiato constitutivo entre lo simbólico y lo real, entre el saber y la verdad, entre lo social y lo político. En su conferencia inaugural de 1953 en el Collège de France, mientras comentaba la posición socrática –posición que Lacan había elogiado–, Merleau-Ponty señaló enérgicamente que sólo esa conciencia de nuestro no saber nos abre las puertas a la verdad (Merleau-Ponty, 1988). Es así como deberíamos interpretar el célebre pasaje de Lacan en Televisión, que ofrece la condensación de diversas nociones de enorme importancia originadas en campos tan diversos como el de la filosofía (Merleau-Ponty es sólo uno de los casos que vienen a cuento), el de la teología (en especial la apofática, la vía negativa), y el de las matemáticas (incluidos Cantor y el teorema de Gödel): “Yo siempre digo la verdad. No toda, porque de decirla toda no somos capaces. Decirla toda es materialmente imposible: faltan las palabras. Precisamente por este imposible, la verdad aspira a lo real”.
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